La situación del Perú era complicada.
Los realistas no habían sido derrotados del todo y se estaban reorganizando.
Por diferencias políticas con San Martín y en reclamo de sueldos atrasados,
Thomas Cochrane –llamado por el Libertador “el Lord Filibustero”– se retiró
de Lima con la escuadra y una importante suma de los caudales públicos. Como
si esto fuera poco, comenzaban a advertirse signos de descontento entre la
población, que no estaba de acuerdo con las ideas monárquicas de San Martín.
Como vimos, el Libertador pidió ayuda
al Río de la Plata. Los caudillos litorales, López y Ramírez, y el gobernador
de Córdoba, Juan Bautista Bustos, se mostraron dispuestos a colaborar, pero
el gobierno de Buenos Aires, el único en condiciones de financiar la
operación, le negó toda clase de apoyo. Sólo le quedaba un recurso: unir sus
fuerzas con las del otro libertador, el venezolano Simón Bolívar.
San Martín tenía cifrada sus
esperanzas en la reunión cumbre. En vísperas de Guayaquil, al delegar el
mando del gobierno peruano, expresó: “voy a encontrar en Guayaquil al
libertador de Colombia; los intereses generales de ambos Estados, la enérgica
terminación de la guerra que sostenemos y la estabilidad del destino a que
con rapidez se acerca la América, hacen nuestra entrevista necesaria. El
orden de los acontecimientos nos ha constituido en alto grado responsables
del éxito de esta sublime empresa”.
La famosa entrevista de Guayaquil
(Ecuador) se realizó los días 26 y 27 de julio de 1822. Entre San Martín y
Bolívar había diferencias políticas y militares. Se ha pretendido llenar de
misterio la entrevista, cuando en realidad ha quedado bastante claro lo que
pasó en aquellos memorables días. Básicamente había dos temas en discusión.
Mientras San Martín era partidario de que cada pueblo decidiera con libertad
su futuro, Bolívar, preocupado por el peligro de la anarquía, estaba
interesado en controlar personalmente la evolución política de las nuevas
repúblicas. El otro tema polémico era quién conduciría el nuevo ejército
libertador que resultaría de la unión de las tropas comandadas por ambos. San
Martín propuso que lo dirigiera Bolívar, pero éste dijo que nunca podría
tener a un general de la calidad y la capacidad de San Martín como
subordinado.
Esta decisión tenía mucho que ver con
la enemistad manifiesta de las autoridades porteñas, que habían abandonado a
su suerte al Libertador y su ejército. Como vimos, el nuevo hombre fuerte de
Buenos Aires, Bernardino Rivadavia, viejo enemigo de San Martín, había dado
por concluida la campaña libertadora. Claro que para algunos suena mejor
hablar de “misterio” antes que admitir que el Estado argentino –entonces en
manos del “más grande hombre civil de la Argentina”, al decir de Mitre– había
tomado la férrea decisión de destruir a San Martín, abandonándolo y
quitándole toda capacidad de negociación y todo apoyo militar para terminar
su gloriosa campaña. El general argentino tuvo que tomar entonces la drástica
decisión de retirarse de todos sus cargos, dejarle sus tropas a Bolívar y
regresar a su país.
Así se sinceraba en una carta a
O’Higgins: “Usted me reconvendrá por no concluir la obra empezada. Usted
tiene mucha razón; pero más tengo yo. Créame, amigo, ya estoy cansado de que
me llamen tirano, que en todas partes quiero ser rey, emperador y hasta
demonio. Por otra parte mi salud está muy deteriorada: el temperamento de
este país me lleva a la tumba; en fin, mi juventud fue sacrificada al
servicio de los españoles y mi edad media al de mi patria. Creo que tengo el
derecho de disponer de mi vejez”.
Tras la entrevista de Guayaquil, San
Martín regresó a Lima y renunció a su cargo de Protector del Perú en estos
términos: “Presencié la declaración de la independencia de los Estados de
Chile y el Perú: existe en mi poder el estandarte que trajo Pizarro para
esclavizar el imperio de los Incas, y he dejado de ser hombre público; he
aquí recompensados con usura diez años de revolución y guerra. Mis promesas
para con los pueblos en que he hecho la guerra están cumplidas: hacer su
independencia y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos; por otra
parte, ya estoy aburrido de oír decir que quiero hacerme soberano. Sin
embargo siempre estaré pronto a hacer el último sacrificio por la libertad
del país, pero en clase de simple particular y no más”.
Partió rumbo a Chile, donde permaneció
hasta enero de 1823, cuando se trasladó a Mendoza. Desde allí pidió
autorización para entrar en Buenos Aires y ver a su esposa que estaba
gravemente enferma. Cuenta su compañero del Ejército de los Andes, Manuel de
Olazábal, que al enterarse de que su querido jefe partía hacia Buenos Aires,
decidió salir a su encuentro y acompañarlo.
San Martín conocía perfectamente los
efectos que había producido entre la clase dirigente porteña su negativa a
participar en la represión interna. Unos años antes, el representante chileno
en Buenos Aires, Miguel José de Zañartú, ya le advertía a O’Higgins: “Todos
abominan de San Martín y no ven en él más que un enemigo de la sociedad desde
que se ha resistido a tomar parte en las guerras civiles y ha impedido la
marcha de sus tropas. A él atribuyen la sublevación de los pueblos y si se
aumentan las desgracias de este país, creo que lo quemarán en estatua”.
Rivadavia le negó el permiso
argumentando que no estaban dadas las condiciones de seguridad para que
entrase a la ciudad. En realidad, el ministro temía que el general se pusiese
en contacto con los federales del Litoral y que, con su prestigio, diera un
vuelco absoluto a la política local.
El gobernador de Santa Fe, Estanislao
López, le envió una carta al Libertador, advirtiéndole que el gobierno de
Buenos Aires esperaba su llegada para someterlo a un juicio por haber
desobedecido las órdenes de reprimir a los federales. Incluso le ofrecía
marchar con sus tropas sobre Buenos Aires si se producía tan absurdo e
injusto juicio: “Para evitar este escándalo inaudito y en manifestación de mi
gratitud y del pueblo que presido, por haberse negado V.E. tan
patrióticamente en 1820 a concurrir a derramar sangre de hermanos con los
cuerpos del Ejército de los Andes, que se hallaban en la provincia de Cuyo,
siento el honor de asegurar a V.E. que, a su solo aviso, estaré con la
provincia en masa a esperar a V.E. en El Desmochado, para llevarlo a triunfo
hasta la Plaza de la Victoria. Si V.E. no aceptase esto, fácil me será
hacerlo conducir con toda seguridad por Entre Ríos hasta Montevideo”.
El general le agradeció a López su
advertencia y declinó su ofrecimiento para evitar “más derramamiento de
sangre”. Ante el agravamiento de la salud de Remedios, pese a las amenazas,
San Martín decidió viajar igual a Buenos Aires pero lamentablemente llegó
tarde: su esposa ya había muerto sin que él pudiera compartir al menos sus
últimos momentos. En el Cementerio del Norte hizo colocar una lápida de
mármol en la que grabó su frase imperecedera: “Aquí descansa Remedios de
Escalada, esposa y amiga del general San Martín”.
Difamado y amenazado por el gobierno
unitario, San Martín decidió abandonar el país en compañía de su pequeña hija
Mercedes, rumbo a Europa.
Fuente e imagen: Felipe Pigna, Los mitos de la historia argentina 2, Buenos Aires, Planeta, 2005, 54-57.
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